Muchas veces
en la vida tenemos pérdidas importantes. Una de las pérdidas más dolorosas es
la muerte de un ser querido. No es fácil decir un adiós definitivo a las
personas que hemos amado, con las que hemos compartido momentos importantes de
nuestra vida. La pérdida de ese ser es el suceso más doloroso para el ser
humano.
Frente a ello, parece que no
hay consuelo alguno. Lo único que podemos encontrar es apoyo emocional, para
soportar ese dolor. Es importante aprender a despedirnos de quienes partieron,
porque ello nos ayuda a seguir adelante, a nosotros mismos y, a ellos en la
otra dimensión.
Hay que
aprender a hacer frente a los hechos, aceptando aquellos que no pueden
cambiarse. Hay que integrarlos. Dejar de luchar y seguir adelante centrando los
esfuerzos en aquellos que sí se pueden hacer.
“No es la dureza de la
madera lo que le permite al sauce hacer frente a las tormentas, es su
flexibilidad”. Debemos aceptar lo que no podemos cambiar.
Lamentablemente
cuando pensamos en las pérdidas, tenemos en mente la muerte de nuestros seres
queridos, sin embargo, a lo largo de nuestras vidas, las pérdidas son un
fenómeno mucho más amplio. Perdemos no sólo a través de la muerte, sino
abandonando o siendo abandonados, cambiando, soltando ataduras y siguiendo
adelante.
Nuestras pérdidas no
incluyen sólo nuestras separaciones y nuestros adioses a los seres queridos,
sino también las pérdidas conscientes o inconscientes de nuestros sueños,
nuestras esperanzas irrealizables, nuestras ilusiones de libertad, de poder, de
juventud, etc... Y estas pérdidas forman parte de nuestra vida, son constantes,
universales e inevitables. Y son pérdidas necesarias porque crecemos a través
de ellas. Pero igualmente ninguna de ellas se compara a la muerte de un ser
amado.
Analizando las etapas de
este dolor:
La rabia.
Debemos expresar la rabia y el dolor que nos ocasiona esa pérdida. Exteriorizar
esos sentimientos compone una forma efectiva de liberar el dolor y favorece el
despegue de la persona que se ha ido.
El rechazo.
En esta fase, hay una combinación de ansiedad por la separación y un
sentimiento de no aceptar la realidad de la pérdida. Esto engendra el deseo de
buscar y recobrar la persona perdida. El fracaso de esta búsqueda nos lleva a
repetidos desencantos y frustraciones.
La
depresión. Es la etapa que va precediendo a la que sigue.
La
aceptación. Son algunas de las fases que atravesamos aquellos que hemos
perdido a alguien amado.
Las
primeras, son de negación de lo sucedido, confusión y de una cierta anestesia
emocional. El llanto, el aislamiento y las expresiones de rabia e impotencia,
son comportamientos legítimos y no síntomas de trastorno psicológico.
Puede parecernos que
emocionalmente retrocedemos en algún momento. Es necesario hablar de lo
sucedido, así como de la persona que hemos perdido. Evitar conversaciones o
situaciones no contribuye más que a dificultar nuestra recuperación.
Debemos
intentar normalizar nuestra vida lo antes posible, esa es la clave para el
afrontamiento. No sólo uno mismo, sino los que nos rodean, se beneficiaran de
ello... Procesar el duelo no significa” olvidar”. Significa haber aprendido a
vivir con la ausencia física del ser querido.
Intentar
centrar la atención en la vida personal y en aquellas cosas que nos suceden a
diario. Liberarse del dolor no significa dejar de querer o de recordar, sino
que supone una forma de impedir que la tristeza nos agobie.
Aceptar que
la vida se va construyendo a partir de experiencias muy diversas.
Estas actividades incluyen
liberarse de los lazos con la persona fallecida, reajustarse al ambiente en
donde la persona fallecida ya no está y formar nuevas relaciones. No se trata
de sustituirla tampoco. El liberarse de los lazos con la persona fallecida,
implica que debemos modificar la energía emocional invertida en la persona que
hemos perdido. Esto no quiere decir de ninguna manera que hayamos dejado de
amar u olvidado al ser desaparecido, sino que somos, ahora, capaces de
dirigirnos a otros.
Morir es un
proceso evolutivo natural que se inicia al nacer, aceptar la muerte, de
familiares y la nuestra, es desarrollar inteligencia emocional. Ante la muerte,
el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, es decir, nuestra
aversión y negación del dolor normal, genera sentimiento de culpa, frustración
e impotencia emocional; ante la realidad de la pérdida del ser amado.
Asumir
adultamente el dolor del adiós requiere permitirnos sentirlo, sin
avergonzarnos, sin aislarnos y sin vernos como víctimas indefensas, sino como
parte de un proceso de aprendizaje existencial. La muerte no es enemiga de los
seres humanos, es un evento natural, equivalente al nacimiento, los dos son
dolorosos, inevitables y transcienden al ser humano.
Cuando
perdemos a un ser querido, su ausencia puede afectar de forma grave las relaciones
que tenemos con el mundo y con otras personas.
Así, es normal que durante
el período de duelo sintamos que nuestra realidad se ha hecho añicos, que
nuestro sentido de la vida se ha perdido y que sintamos que nuestra personalidad
o nuestro corazón se han roto. Siempre será bueno que se exprese y se comparta
los sentimientos con sus otros seres queridos, de esta forma se dará cuenta que
ellos piensan y sienten lo mismo.
La mala comunicación. Una
reacción frecuente que tenemos cuando perdemos un ser querido es la de no
"mostrarle" a otros nuestra angustia para de esta forma no
angustiarles, y los otros hacen lo mismo: no se angustian para no angustiarnos.
Así, lo único que logramos
es "construir" un muro entre ellos y nosotros, una barrera a través
de la cual "pasan algunas cosas y otras no", perdiendo de esta forma
la más valiosa herramienta para poder recuperarnos: una buena comunicación, un
"espacio", unas "personas" con las que podemos llorar y
hablar libremente de la muerte, el dolor, la ausencia, la angustia, la falta
que nos hace, etc.
El duelo tiene unas etapas
por las cuales transcurre el proceso de recuperación, que son muy parecidas a
las etapas por las cuales una herida pasa hasta que queda la cicatriz. Las
reacciones que se presentan son totalmente normales, y esperables ante la
pérdida de un ser querido, y son comunes a todos. Sentirá muchas cosas, algunas
de ellas nuevas, extrañas, angustiosas y muy dolorosas. Entre estas están:
incredulidad, confusión, inquietud, oleadas de angustia aguda, pensamientos que
se repiten constantemente y que no logra quitarse de la cabeza, boca seca,
debilidad muscular, llanto, temblor, problemas para dormir, pérdida del
apetito, manos frías y sudorosas, náuseas, bostezos, palpitaciones o mareos.
Pero todas ellas no dicen que usted está enfermo. Reconózcalas, expréselas y
compártalas con sus familiares. Se dará cuenta que muchos o todos ellos también
sienten lo mismo.
Es como la limpieza de una
herida: aunque duele mucho al principio, a medida que ésta va cicatrizando el
dolor será menor. No obstante, la pérdida de un ser querido no se
"supera": uno se "recupera" de las pérdidas, más estas
nunca se superan; molestarán de vez en cuando, como lo suele hacer una
cicatriz.
El Tiempo. Déle al tiempo
el proceso de rehabilitación tras la pérdida para recuperarse totalmente.
Tómeselo con calma y no se presione. Cada cosa a su tiempo.
Llorar. ¿Por qué no
habremos de llorar ante una situación que nos produce un dolor total? (duele el
alma, el cuerpo, la familia, el pasado, el presente, el futuro, todo.). Así, no
solo se puede llorar, sino que, además, es sano porque el llanto actúa como una
válvula liberadora de la angustia.
“No tengas miedo a la
muerte. Acéptala, desde ahora, generosamente…con valentía, cuando Dios
quiera…como Dios quiera… donde Dios quiera. No lo dudes, vendrá en el tiempo,
en el lugar, y del modo que más convenga. Por esto, vive el día de hoy, cada
hora, y cada minuto, como si fuera el último de tu vida”.