Madrid, Viaducto sobre la calle Segovia, junto al Palacio Real. Una mañana cualquiera, soleada y calurosa. Un hombre anciano pasea a su mujer, que descansa sobre una silla de ruedas. El hombre camina con el andar pausado, agotado y desvencijado, de la edad. Mira al vacío con ojos de rutina, mientras esquiva a los viandantes que caminan a paso veloz, como todos en esta ciudad.
De repente el hombre detiene su paso. Como impulsado por un resorte, por una necesidad, se dobla con sumo cuidado, sin rastro de sus achaques. Rodea con sus manos el rostro de la mujer con la delicadeza de un relojero y la besa con el amor, ternura y cariño tantos años acumulado.
Después, reanuda su paseo con su lento andar y su mirada limpia.
No es el beso de Doisneau, ni el de Times Square, de encuadres perfectos, bellas mujeres vestidas a la moda, heroicos galanes, e idílicos entornos cinematográficos.
No. Este es un beso puro, real. Un beso necesario, surgido del instinto más primitivo, ese del deseo de conservación, de protección. Un beso sencillo, perdido una mañana de sol en una gran ciudad, cargado de recuerdos y de vida.
Fuente: http://ow.ly/318af
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